“Me encanta viajar, conocer países nuevos, otras culturas, deleitarme con paisajes espectaculares…”. ¿Si, seguro? ¿O lo que te encanta es hacerte fotos en esos maravillosos ambientes para fanfarronear de todos los sitios a los que has ido? Ah, y no te olvides de comprar la típica postal en la que aparece esa imagen espléndida del lugar.
A la fotografía le debemos muchos de nuestros recuerdos visuales, y aunque en sus inicios no tuvo una buena acogida por parte del público, hoy sería impensable viajar sin meter en la maleta una cámara de fotos. Y es que a todos, o casi todos, nos gusta hacernos fotos y posar con uno de los famosos monumentos que ha dejado la humanidad: aguantando la Torre de Pisa, cogiendo con dos dedos la Torre Eiffel o caminando por el paso de peatones de Abbey Road. Sin embargo, con la fiebre del selfie parece que nos importa más quedar bien en la foto y que se vea claro dónde estamos, que no el hecho de hacernos la foto en el sitio y tenerla para el recuerdo.
Supongo que gran culpa de esto la tienen las redes sociales, en las que compartimos muchos de nuestros pasos diarios (en gran medida sólo los buenos momentos), y si estamos viajando qué mejor manera que compartir la imagen para que nuestros amigos vean lo mucho que nos movemos por el mundo. Fotografiarse está muy bien, y de hecho creo que es uno de los recuerdos más personales que podemos tener, ya que aunque todo el mundo tenga la misma foto, cada uno le da su toque particular (aunque a veces no seamos demasiado originales).
Antes de la existencia de Internet, cuando salías de tu país y viajabas fuera de tus fronteras, te sorprendía cuando llegabas al lugar que siempre te habían descrito como algo espectacular, o te impresionabas cuando te veías delante de aquella obra que habías estudiado tan a fondo en clase. Todo esto parece que ha desaparecido, o al menos ha quedado en un segundo plano, cuando Internet ya te ha mostrado una fotografía de alta resolución con no sé cuántos mil píxeles. Es ahí cuando llega el turista y se hace el selfie de turno con la obra en cuestión de fondo, sin ni siquiera descrubirla primero. Ojo, no estoy criticando el hacerse fotos en plan “aquí estoy yo”, sino el hecho de hacer la foto y ale, a por otra cosa que tengo que alardear de dónde he estado. Como historiadora del arte me da pena ver cómo se está infravalorando tanto el patrimonio (incluído también al natural) en pos de la foto de turno para ver cuántos likes se consiguen. Porque claro, después de eso, ese turista compra como souvenir una postal para tener siempre en el recuerdo la imagen del lugar que visitó, porque si la tiene que recordar por su retina y su cerebro no va por buen camino.
Lo realmente fascinante es disfrutar del espacio, de la obra y del momento, observarlo con tus propios ojos y retenerlo en la memoria (hasta cuando ésta nos deje), y después hacernos esa foto para cuando nuestra retentiva nos falle. Viajemos, observemos, disfrutemos, sintamos la esencia del lugar o de la obra, estremezcámonos al estar allí (incluso si aparecen síntomas de síndrome de Stendhal mejor); y luego hagamos la foto, claro que sí, porque quizá con el tiempo es posible que la necesitemos para que nos recuerde la sensación que tuvimos en aquel preciso instante, pero no empieces por el selfie, narcisista.
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